La Huída
Francia en el año de Nuestro Señor de
1789;
Corría
perseguido por aquellos que se habían levantado en armas contra lo que
consideraban ya no podía seguir siendo, ya no podía seguir existiendo.
Su
nombre era Charles Devereux. Había pasado toda una vida llena de comodidad absoluta sirviéndose de lo que
ellos mismos denominaron pueblo.
Nobleza obliga.
Estaban
pasando horas realmente angustiosas. No entendían que estuviera produciéndose
lo que, a sus ojos, no tenían derecho a sufrir. Esa injusticia que los estaba
llevando a un horrendo y no antes imaginado fin.
Nunca
intuyó nada malo en haber dado cobijo, comida y protección a esa pobre gente, a
esos pobres y lamentables desgraciados. Él, que consideró, les permitía con
ello tener la posibilidad de servirle y con ello de vivir una vida apartada de la
pobreza que reinaba en aquellos tiempos.
-
¡Dios mío, si los he visto nacer en mi
propia casa! ¿Qué más quieren? -Pensaba cuando algo no le llegaba a su debida
hora, cuando algo no le agradaba, cuando notaba que, el servidor
no lo estaba haciendo como era debido.
-
¿Era tan difícil de entender? Hasta para
sus mentes inferiores eso debiera de estar claro. Sólo les pido una cosa y,
¡¡Ni de eso son capaces!! Se decía muy a menudo como intentando dar sentido a
su proceder, a modo de justificación necesaria.
Lo
que allí estaba aconteciendo era consecuencia de un pensamiento que emanó de
tan sólo unos pocos y que se estaba convirtiendo en la fuera motriz de una
colectividad que, enfervorizada, destruía cualquier signo que significare esa
opresión sufrida durante tantos y tantos años, la no observada como tal por las
clases dueñas de las ilusiones colectivas, del hasta ahora, su devenir. Nunca
antes una mecha había tardado tan poco tiempo en prender y recorrer toda una
nación de forma tan vertiginosa.
Había
estallado algo que era ya imparable. Se había transformado en conciencia social
y era tanto o más destructiva que lo que
lo había originado. La sinrazón frente a la sinrazón, la imagen en el espejo
que no se reconoce. Odio frente a indiferencia, crueldad absoluta.
Tuvo
entonces la sensación de que ya no podría esconderse en ningún lugar. Anduvo
por las calles confundido por los acontecimientos. La niebla reinante humedecía
y calaba a la vez su cuerpo agitado. Se veía a sí mismo vistiendo aquellos
harapos, y se avergonzó de lo bajo que había caído pero, su vida debía ser
salvada de aquel movimiento y para ello debía esconder su linaje de la
realidad, de la barbarie, de la muerte segura, de aquella muerte pública,
gratuita, no exenta de un dolor insoportable.
Se
despojó para ello de cualquier señal que pudiere atestiguar su estatus social,
cualquier signo que permitiese concluir cuál era su condición durante tanto
tiempo ejercida, sí, ejercida de forma sistemática. Le resultó grotesco,
incluso insultante, el que hubiera de hacer lo que estaba haciendo.
Lo
acompañaba su fiel sirviente Gerard. Un pobre hombre que le había servido toda
su vida con una lealtad que, a veces, hasta confundía con un sentimiento
paternal; lo había visto nacer, era su Señor. Servía en su familia desde su
advenimiento a esa vida, ya de por sí, orquestada y definida desde entonces.
Gerard tan pronto fue, ya hubo conocido que su destino era el de servir a
aquellos señores y que además debía de estar agradecido. Era también una forma
de salir de la pobreza que reinaba en la época. Su familia nunca se quejó
porque ya estaban concienciados de lo que suponían su destino, placentero
destino. Él, esta vez se convirtió en su guía, en su salvación. Parecía conocer
todos los recovecos de unas calles y caminos inundados por esa espesa niebla
que cubría por entero una noche oscura y tenebrosa como aquella.
Ya
no quedaba resquicio de opulencia en su palacete enclavado muy cerca de la
Bastilla. Habían saqueado cualquier cosa que significase la opulencia y
ostentación infringida. Caminaron toda la noche protegidos por la oscuridad que
se les había aliado, tan sólo alterada por la luz de aquellas antorchas que
portaban las masas, blandiéndolas de forma desafiante a la vez que agresiva,
buscando siempre el resarcimiento definitivo, la venganza más cruel, el
escarnio público y posteriormente, la muerte más dolorosa; la justicia
implacable.
Llegaron
a las afueras de París donde descansaron. Se acercaron a un arroyo donde
pudieron saciar su sed. Cuando hubieron comido algo de aquel pan que pudieron
rescatar de su despensa momentos antes de huir, se sentaron en unas piedras que
les sirvieron a modo de improvisado asiento a su cansancio. La huída y el miedo
a ser encontrados, a ser reconocidos por cualquiera, hacía que el sueño
descansare de su saciedad y les diera un respiro, mas debían de continuar
alerta.
Pronto
escucharon unas voces. Podían ser entre ocho o diez personas. La algarabía se
percibía aún cuando estaban a muchos metros de donde se encontraban. Ya no
había forma de huir, estaban realmente acorralados. Con cierto temor vieron
como aquellas antorchas se aproximaban al tiempo que las voces se hacían cada
vez más presentes.
El
miedo los atenazó y no pudieron, no supieron reaccionar. Sólo Gerard, mucho más
hábil que su Señor, alargó su brazo depositando sus dedos en la boca de
Charles, indicándole lo que debía hacer. Éste quedó inmóvil.
-
Guarde silencio Señor, ¡Déjeme a mí
Señor Devereux! dijo casi murmurando por el temor de lo que sobrevenía y era
inminente.
Estaban
eufóricas las nueve personas que llegaron a donde nos hallábamos. Contaban sus
andanzas de a cuántos habían visto morir y de en qué forma, a cual más
horrible. Del sufrimiento merecido de los que ahora estaban pagando tantos y
tantos años de abusos y de opresión, decían. No hicieron distinción entre
Nobleza y sirvientes. Entendieron que éstos también eran responsables de
aquella culpa.
Bebieron
agua de aquel arroyo. Saciaron su sed visible en el sudor que resplandecía en
sus cuerpos a la luz de las antorchas. Volvieron la vista y observaron a
aquellos dos hombres, sentados allí. Se dirigieron a ellos como una manada de
búfalos espantados creyendo saber lo que eran.
-¡Ellos
han de morir!- Gritó uno de ellos -¡Ja, Ja, Ja, como los otros!.
Los
demás nos rodearon.
En
esta ocasión, Charles, se procuró no abrir la boca tal y como Gerard momentos
antes le había indicado, tal vez pensó y lo hizo bien que su manejo de la
palabra, esta vez, les delataría.
Gerard
rápidamente se levantó y dio un paso al frente, encarándose con el primero de
los inquisidores.
-
¿Es que no sabes distinguir a los
opresores Ciudadano? - Gritó con gran desparpajo. ¿No sabes distinguir a unos
humildes panaderos de a unos nobles opresores? -Prosiguió diciendo sin dejar de
mirarlo a los ojos y de gesticular con sus brazos haciendo aspavientos que
detuvieron su ímpetu inicial.
Yo,
no salía de mi asombro. La reacción casi automática de Gerard originó que aquel
vampiro sediento de sangre instantáneamente se transformara. Lo que inicialmente
pareciera el fin, se había convertido primero en duda para luego dar lugar al
engaño perfecto. La duda, sin embargo,
se mantuvo reflejada en su rostro como intentando comprender el posible engaño.
Se tranquilizó y cesó en su ira. Increíble como había manejado la situación mi
fiel sirviente Gerard al que nunca había visto levantar así la voz, nunca.
Quizás, y ahora lo entiendo, en ningún momento me había preocupado de intentar
comprender a aquella persona que tanto me había servido, quizás no como debiera.
En
realidad y, aunque me cueste admitirlo, siempre lo sentí como algo más que un
simple sirviente al que podía mandar, ordenar casi cualquier cosa. Gerard fue
siempre aquel padre que siempre quise tener. Aquel que siempre estaba allí
cuando lo necesitaba, en los momentos más difíciles de mi vida donde se
necesita algo más que un servidor con el que hablar; Nunca hablamos de ello
pero yo sentía su cariño hacia mí y, a pesar de nuestro estatus tan diferente,
estoy convencido de que él también lo sentía así.
Nunca
me lo expresó; tampoco yo nunca le dije nada al respecto.
Pasó
sólo un instante pero a mí me pareció toda una vida. Allí estábamos los dos,
atemorizados en nuestros adentros pero hablando con aquel escuadrón justiciero
que nos relataba de cómo habían saciado su sed de venganza a lo largo de su
camino, de cómo habían ajusticiado a tantos y tantos señores y sirvientes en
aquel recorrido nocturno donde la distinción no se detenía ante ni tan siquiera
la edad, … o el género.
Mi
temor inicial, mi miedo, se fue disipando viendo como Gerard congeniaba
convenientemente con aquellas personas y se mezclaba en sus conversaciones.
Entonces lo vi como realmente lo que era. Me concentré en cómo estaba manejando
la situación y entonces pensé, una vez más, que nunca lo había considerado como
debiera. Allí estaba, salvándonos de una situación que comprometía nuestra
propia existencia de una forma tan natural que, ciertamente me sorprendió,
considerando el nivel analítico que me suponía.
Toda
vez que la situación estuvo controlada, decidimos o más bien, Gerard decidió
que nos uniéramos a aquel escuadrón de la muerte como asegurándonos el
maquillaje perfecto a nuestra situación pero entonces le imploré el no hacerlo.
Entendí que cualquier gesto nos podría delatar.
Armand,
que así se llamaba el que llevaba la voz del grupo continuaba contándole sus
andanzas a Gerard. Yo a escasos metros de ellos intentaba recomponerme del
susto inicial poniendo en mi rostro una sonrisa cómplice de aquel
levantamiento. Fue en aquel momento cuando Armand comenzó a relatar a mi fiel
Gerard la toma de la casa de nuestros vecinos.
No
soporté el estar allí sentado y escuchar cómo dieron caza a los que hacía pocas
horas antes eran mis amigos. Me levanté y me dispuse a beber agua del río
mientras seguía escuchando aquel relato de muerte y destrucción. Pensé en los
dos niños de Joseph y de su mujer. Mis manos comenzaron a temblar y tuve que
arrodillarme sintiendo mi cuerpo más y más pesado allí en la orilla protectora,
como desplomarse. Alargué mis manos hacia el agua cristalina que corría ajena a
los acontecimientos que no dejaban de atormentarme en mi cabeza. Mientras bebía
sentí que aquella cuerda protagonista del relato de Armand también me ahogaba
más y más. Hubo un momento en que pensé que no podría dominar las lágrimas que
comenzaron a brotar de una mirada ahora ausente por el dolor de aquello que no
tenía forma de encajar, ni tan siquiera de comprender.
Mis
manos lavaron mi cara y cerré los ojos. Las lágrimas se mezclaron con el agua
salvadora y dieron refugio al engaño que sólo mis ojos tristes escondían de
aquella jauría.
En
otro tiempo, hubiere ordenado el encarcelamiento de aquellas gentes. Ahora,
despojado de ese poder, casi divino, no podía más que callar y no dejar que mis
sentimientos afloraran y nos delataran. Acaso la supervivencia no es eso,
pensé, un engaño.
Levanté
la vista y allí estaba mi fiel sirviente charlando amigablemente con aquel
bárbaro como si se conocieran de toda la vida. Yo no podría llevar el engaño
hasta ese límite.
Allí
estaba yo, observándolos hablar en la oscuridad de la noche y esbozando una
leve sonrisa al pararme a pensar que ni siquiera sabía el apellido de mi fiel
sirviente Gerard. Tantos y tantos años juntos y no conocía algo tan sencillo
como eso. Él giró su cabeza y nuestras miradas se encontraron. Reconoció en mi
esa sonrisa que siempre quizo ver en mi rostro y como agradeciéndola, levantó
sutilmente su mano izquierda a modo de saludo, y me sonrió en señal de
entendimiento, de profundo y noble entendimiento, algo entonces nos conectó
como nunca antes.
Allí
estaba yo, el afamado juez Charles Devereux, el
implacable perseguidor como así me llamaban, viviendo una sensación no
antes vivida. Para ello hube de haber sido despojado de todo privilegio. Lo
agradecí. En circunstancias normales, quizás jamás me hubiere dado cuenta de
aquel sentimiento que me asaltaba y que se me antojaba, revelador.
Al
fin, aproveché que Armand había bajado al arroyo a beber agua y me aproximé a
Gerard dándole un abrazo. Esa era la primera vez que demostraba humanidad hacia
una persona que no era de mi clase social y, me hizo sentir feliz. Sentí el
calor de lo familiar y lamenté no haberlo hecho anteriormente. El rostro de
Gerard era la viva imagen de la felicidad absoluta, no en vano, y aunque no lo
necesitaba, siempre estuvo esperando ese momento, ese reconocimiento a toda una
vida dedicada a mí, tan obligatoriamente desinteresada, es decir, sólo estaba
obligado a servir, no ha sentir.
Cuál
es la diferencia entre lo que hace un padre y lo que él hacía conmigo. El
cariño con el que hacía las cosas por mí, lo diferenciaba de otros sirvientes
que yo veía en otras familias conocidas. Sin darme cuenta, año tras año, este
fiel sirviente fue creando el lazo familiar y entrañable que ahora hacía acto
de presencia.
El
había sido el único responsable de que ese sentimiento germinara como una
semilla dentro de mí, yo, como ya suponéis, nunca di ninguna facilidad.
Es
lo que vine a llamar, la huida hacia el
reencuentro.