El otro yo. Amanecía lluvioso y frío. Se sentó en aquel banco del paseo que todos los días visitaba a temprana hora, justo antes del alba. Ese día, la espesa arboleda hacía de refugio improvisado y acogedor al incesante aguacero. Unos rayos de luz se colaban entre la nubosidad abundante creando sobre la carretera un foco de aspecto teatral, allí justo enfrente suyo y quedó absorto en las gotas que caían uniformemente rebotando en el asfalto oscuro, como queriendo volver allí de donde habían salido, mas volvían a caer presas de la gravedad. Esa armonía sólo era rota por el rodar de los escasos vehículos que, a esa hora, pasaban estableciendo un intermedio en la obra, pensó. No llevaba ninguna prisa ese día, además, su fiel paraguas protector le acompañaba. Esbozó entonces una ligera sonrisa al observar a una pareja que cruzaba la calle unos metros adelante. Sin protección frente al elemento. Les había encontrado de improviso y se mojaban en los charcos casi imperceptibles que
Escribir no libera la mente, la desarrolla.