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Mostrando entradas de diciembre, 2017

El otro yo

El otro yo. Amanecía lluvioso y frío. Se sentó en aquel banco del paseo que todos los días visitaba a temprana hora, justo antes del alba. Ese día, la espesa arboleda hacía de refugio improvisado y acogedor al incesante aguacero. Unos rayos de luz se colaban entre la nubosidad abundante creando sobre la carretera un foco de aspecto teatral, allí justo enfrente suyo y quedó absorto en las gotas que caían uniformemente rebotando en el asfalto oscuro, como queriendo volver allí de donde habían salido, mas volvían a caer presas de la gravedad. Esa armonía sólo era rota por el rodar de los escasos vehículos que, a esa hora, pasaban estableciendo un intermedio en la obra, pensó. No llevaba ninguna prisa ese día, además, su fiel paraguas protector le acompañaba. Esbozó entonces una ligera sonrisa al observar a una pareja que cruzaba la calle unos metros adelante. Sin protección frente al elemento. Les había encontrado de improviso y se mojaban en los charcos casi imperceptibles que

Su largo viaje

Comenzó su largo viaje una mañana del veintitrés de Diciembre. Sintió una leve presión en su brazo izquierdo e instintivamente abrió los ojos que rápidamente buscaron explicación en la realidad que ahora sí, hacía acto de presencia. Allí estaba su madre, sonriéndole, de pie junto a su cama protectora donde se refugiaba siempre en la calidez de la noche. Escuchó entonces un rumor lejano, eran las noticias que provenían de la televisión de la cocina. Ese día tenían olor a tostadas de mermelada y mantequilla y a café recién hecho.            – Anda, levántate, no vayas a llegar tarde, ya tienes el desayuno en la mesa- Me dijo cariñosamente en voz baja; susurrándolo. Había transcurrido tan solo una pequeña fracción de un instante y regresé, al abrir los ojos, a la ventanilla de aquel 747 desde donde observaba con especial atención el mar de nubes con una sonrisa en mi rostro. Recordé aquella vieja teoría que una vez ideé; Si elimino el rozamiento, que supone el espacio y el tiempo,

Cuento de Navidad

Cuento de Navidad Llovía y hacía mucho frío, allí en la calle angosta y solitaria, alejado de toda forma viviente, ninguna que pudiera divisar a su alrededor. Su nombre, irrelevante; el suyo Beltrán. Sus ojos necesitados buscaban algo diferente en ese nuevo día que comenzaba. El   viento casi helaba su piel curtida por el tiempo pasado, incapaz ya de sentir. Pensó ¡Otro día que amanece! Apartó las viejas mantas que pesaban sobre su cuerpo cansado, incorporándose lentamente acto seguido para desmontar los muros de cartón industrial, su casa. A diario buscaba enseres allí donde los solía encontrar, en aquel depósito gris que algunos se habían empeñado en denominar de cierta forma pero que él no podía entender, sobre todo, cuando escuchaba el cómo lo decían; su nombre. Gracias a lo que hallaba, no sin esfuerzo, en aquel contenedor de cosas, saciaba su hambre acostumbrada al ayuno, cambiándolo por unas cuantas monedas. A diario, se cruzaba con un personaje que, amablemente, le son

La Huída

La Huída Francia en el año de Nuestro Señor de 1789 ; Corría perseguido por aquellos que se habían levantado en armas contra lo que consideraban ya no podía seguir siendo, ya no podía seguir existiendo. Su nombre era Charles Devereux. Había pasado toda una vida llena de  comodidad absoluta sirviéndose de lo que ellos mismos denominaron pueblo . Nobleza obliga. Estaban pasando horas realmente angustiosas. No entendían que estuviera produciéndose lo que, a sus ojos, no tenían derecho a sufrir. Esa injusticia que los estaba llevando a un horrendo y no antes imaginado fin. Nunca intuyó nada malo en haber dado cobijo, comida y protección a esa pobre gente, a esos pobres y lamentables desgraciados. Él, que consideró, les permitía con ello tener la posibilidad de servirle y con ello de vivir una vida apartada de la pobreza que reinaba en aquellos tiempos. -           ¡Dios mío, si los he visto nacer en mi propia casa! ¿Qué más quieren? -Pensaba cuando algo no le llegab

Cuando abro los ojos.

Cuando abro los ojos. Allí estaba Peter Mcarty, un ciudadano Escocés en aquel paraje perdido del Sudán, recluído en la habitación desde donde intentaba lo que un día consideró imposible. La mezcla ideal para aquel fin buscado, aquella mezcla química que le llevaría a la tan ansiada solución. Intuía como en las grandes ocasiones que ya estaba cerca, muy cerca. Mientras tanto, fuera de allí llegaban inquietantes noticias del poblado. Una algarabía que huía se arremolinaba ante aquel hospital de campaña improvisado. Presto, dejé lo que estaba haciendo en ese momento y me dispuse a salir de mi cabaña con un desasosiego no antes vivido, turbador todo él. Sentía algo morir en mi interior y no dispuesto a ello, corrí fuera del recinto y continué haciéndolo con la mirada puesta en la colina que nos separaba. Era en aquel poblado donde moraban las gentes con las cuales habíamos convivido los últimos seis meses y que cada día nos enseñaban a sencillamente, vivir. No er