Cuando abro los ojos.
Allí estaba Peter Mcarty, un ciudadano Escocés en aquel paraje perdido del Sudán, recluído en la habitación desde donde intentaba lo que un día consideró imposible. La mezcla ideal para aquel fin buscado, aquella mezcla química que le llevaría a la tan ansiada solución.
Intuía como en las grandes ocasiones que ya estaba cerca, muy cerca.
Mientras tanto, fuera de allí llegaban inquietantes noticias del poblado. Una algarabía que huía se arremolinaba ante aquel hospital de campaña improvisado.
Presto, dejé lo que estaba haciendo en ese momento y me dispuse a salir de mi cabaña con un desasosiego no antes vivido, turbador todo él. Sentía algo morir en mi interior y no dispuesto a ello, corrí fuera del recinto y continué haciéndolo con la mirada puesta en la colina que nos separaba.
Era en aquel poblado donde moraban las gentes con las cuales habíamos convivido los últimos seis meses y que cada día nos enseñaban a sencillamente, vivir. No era fácil hacerlo allí en Darfur, donde lo eliminable tan solo reside en algo no elegido de nuestra existencia; el color.
Ya en la cima de la colina, desde donde se divisaban las cabañas sentí algo estremecedor, algo que me acompañará por siempre. Mi corazón se aceleró sin motivo aparente. Todo estaba en calma, tan solo, dos, no, tres Land Rover aparcados frente a una de las cabañas donde se prestaba educación a aquellas gentes.
Bajé la colina como intuyendo que ya no importaba que lo hiciera con aquella rapidez. Lo hice con la vista fija en la cabaña escuela desde donde emanaban gritos de dolor como pidiendo ayuda inmediata, gritos de desesperación, desgarradores.
Cuando estuve a veinte metros de la entrada, allí estaba él. De repente todo se ralentizó. De la escuela salía Amal, si, aquella persona a la que un día ayudé en el aeropuerto de Wau.
Su mirada se clavó en la mía mientras caminaba dirigiéndose hacia uno de los vehículos aparcados cerca. Mientras nos mirábamos, seguí oyendo aquellos gritos cada vez más y más desgarradores. Mientras nos acercábamos uno al otro, noté algo extraño en su mirada franqueada de gotas de sudor que no paraban de recorrerle el rostro. Estaba como ausente.
Su rostro, inexpresivo a los ojos de cualquiera. Su mirada de intenso odio hacia lo otro, hacia lo enseñado durante tantos y tantos años de existencia, de lo educado desde su no tan tierna infancia, desde la infancia programada hacia aquel fin que ahora se hacía realidad y que no llenaba sino que vaciaba por entero su existencia, ahora lo supo pero, ya era tarde para volver atrás.
No dejamos de mirarnos. Mi mirada bajó instintivamente hacia su mano derecha donde goteaba incesantemente algo de aquel machete impregnado, de aquel impregnado machete que brillaba a los ojos del sol que depositaba su luz en él y, resplandecía.
Mis ojos se abrieron entonces como buscando una explicación en los suyos. Allí estaban, como perdidos en los míos, mirándome fijamente. Cuando nos cruzamos, no medió palabra alguna, tan solo, bajó su mirada encaminándose hacia el interior del vehículo desde donde abandonaron el lugar poco después. Los sonidos de aquellos vehículos partiendo fueron acallados por el silencio atronador.
Sin embargo, yo seguía escuchando aquellos gritos de dolor, de socorro, de horror y me paralizé durante un- instante.
Cuando hube recuperado el aliento, tan solo cinco metros me separaban de la puerta de la escuela, hacia la cual me dirigí con la intención de socorrer, de ayudar, sin entender aún qué sucedía, temiéndome lo peor.
Una vez dentro, mi vista quedó ciega.
Todo fue producto de mi imaginación, pensé. Allí no quedaba ya nada desde donde algún grito o ruido pudiera emanar; nada que pudiera pedir auxilio. Todo ante mí estaba roto, inerte. Mi cabeza daba vueltas y mis piernas flaquearon hasta el punto que mi cuerpo se desplomó sobre mis rodillas. Mis brazos cayeron derrotados viendo cómo la vida se escapaba como huyendo de aquel lugar, desesperada. Sentí aquel dolor penetrando desde fuera, ahogándome y ahogándome cada vez. Mi cabeza buscó consuelo en el suelo aún caliente como buscando y, entonces ¡ Grité ! liberando mi desesperación. Aquel grito dió lugar a un sollozo que poco después se tornó en llanto desconsolado, como si intentase que aquel profundo dolor de mi interior me dejara de oprimir, que dejara de obstaculizar mi respiración.
Allí postrado, en la entrada de la escuela, logré levantarme poco a poco, con la cabeza baja. No podía elevar la vista, no quería, algo no me lo permitía.
Unos pasos de alguien que se acercaba por detrás desbloquearon el shock en el que me ví envuelto y me dí la vuelta. Era Eleanor, mi dulce Eleanor. Agradecí que su mirada coincidiera en la mía y me diera aquella serenidad necesaria.
Nos abrazamos y, el llanto fue cesando, dando paso a unas voces alegres que repetían el abecedario una y otra vez, otra vez y una. Unas risas por el dibujo escrito con tiza en la pizarra verde ese día. Nos quedamos allí durante un instante eterno que siempre agradeceré porque desconectó en mí, ahora lo sé, lo real de lo irreal, lo cierto de lo inimaginable.
Salimos de la escuela abrazados aún, dejando toda una vida tras nosotros, muchas vidas ahora apagadas.
Dicen que, en determinadas ocasiones, nuestro cerebro se desconecta de la realidad para evitar un mal mayor en él y que es capaz de no procesar determinadas experiencias vividas como medida de autoprotección. Creo que ese fue mi caso. Aún hoy, cuando cierro los ojos continúo escuchando ese abecedario y esas risas inocentes dentro de mí que me reconfortan desde muy adentro y que esa escuela continúa estando muy viva.
Quizás esa sea la realidad que yo haya querido conservar.
Es sólo entonces cuando abro los ojos.