Cuento de Navidad
Llovía
y hacía mucho frío, allí en la calle angosta y solitaria, alejado de toda forma
viviente, ninguna que pudiera divisar a su alrededor. Su nombre, irrelevante;
el suyo Beltrán. Sus ojos necesitados buscaban algo diferente en ese nuevo día
que comenzaba. El viento casi helaba su
piel curtida por el tiempo pasado, incapaz ya de sentir. Pensó ¡Otro día que
amanece!
Apartó
las viejas mantas que pesaban sobre su cuerpo cansado, incorporándose lentamente
acto seguido para desmontar los muros de cartón industrial, su casa.
A
diario buscaba enseres allí donde los solía encontrar, en aquel depósito gris que
algunos se habían empeñado en denominar de cierta forma pero que él no podía
entender, sobre todo, cuando escuchaba el cómo lo decían; su nombre. Gracias a
lo que hallaba, no sin esfuerzo, en aquel contenedor de cosas, saciaba su
hambre acostumbrada al ayuno, cambiándolo por unas cuantas monedas. A diario,
se cruzaba con un personaje que, amablemente, le sonreía y siempre le daba los
buenos días. Aquella sonrisa se le antojaba diferente, tanto que le hacía
olvidar su propia condición y le transmitía algo que no podía definir, tal vez,
sentirse integrado, quizás sólo sentirse…Ser, Estar,… Quizás.
Ese
día logró enfocar, no sin esfuerzo, aquella figura que reconoció al instante, a
lo lejos. Notó algo diferente en su caminar despojado, si, despojado, de la
alegría que le caracterizaba. Beltrán se cruzó con aquella persona pero ese día
no vio el rostro habitual en ella. Su mirada se había perdido allí en el
pensamiento de aquello que le preocupaba. Para él, era evidente.
Decidió
entonces ser él el que diera el primer paso y desearle los buenos días con una
sonrisa como la que recibía todos los días y que le hacía sentir tan bien, tan…
diferente.
Levantó
su brazo de forma sutil, como parando su trayectoria, él se detuvo. Elevó su
mirada anclada en el suelo y la dirigió hacia la de Beltrán y encontró, a tenor
de su reacción, el sosiego necesario al peso insoportable y poco a poco, sus
labios al tiempo que su rostro, fueron iluminándose
como imitando a la que Beltrán, ese día, le estaba regalando.
De
forma espontánea, entonces, surgió el abrazo. Un abrazo cálido y mantenido
donde el silencio permaneció unos segundos, recreándose. Mientras se separaban
no dejaron de mirarse y de sonreír. No dejaron de sonreír y de mirarse como
hacían, todos los días, sin embargo, ese día fue especial.
Estés
donde quiera que estés ¡Feliz Navidad Beltrán!.