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El otro yo

El otro yo.

Amanecía lluvioso y frío. Se sentó en aquel banco del paseo que todos los días visitaba a temprana hora, justo antes del alba. Ese día, la espesa arboleda hacía de refugio improvisado y acogedor al incesante aguacero.
Unos rayos de luz se colaban entre la nubosidad abundante creando sobre la carretera un foco de aspecto teatral, allí justo enfrente suyo y quedó absorto en las gotas que caían uniformemente rebotando en el asfalto oscuro, como queriendo volver allí de donde habían salido, mas volvían a caer presas de la gravedad. Esa armonía sólo era rota por el rodar de los escasos vehículos que, a esa hora, pasaban estableciendo un intermedio en la obra, pensó.
No llevaba ninguna prisa ese día, además, su fiel paraguas protector le acompañaba.
Esbozó entonces una ligera sonrisa al observar a una pareja que cruzaba la calle unos metros adelante. Sin protección frente al elemento. Les había encontrado de improviso y se mojaban en los charcos casi imperceptibles que se formaban en el firme irregular. Reían al verse mojados al tiempo que corrían dando pequeñas zancadas intentando encontrar el suelo seco que les condujera al refugio de la arboleda, la lluvia arreciaba por momentos. 
Apartó la mirada y continuó observando aquello que pasaba frente a él y sucedió. Respiró profundamente la quietud y tranquilidad que le ofrecía aquel espectáculo que se le abría a los ojos y, los cerró de forma suave. Se acomodó en el banco convenientemente. Sus manos descansaron entonces en sus muslos.
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¡Ven pequeño, ven!- le dije al pequeño pequinés- ¡Aquí tienes tu comida bonito!.
Le había preparado la comida que compartíamos casi a diario porque cuando también era saludable para él, comía de lo mismo que yo. Nunca las llamé sobras, por ello.
Movía el rabo rápidamente de un lado al otro y me sonreía a su forma, con sus ojos, y ladraba graciosamente, me hablaba, yo lo entendía.
Acariciaba su lomo cariñosamente mientras él comía de su plato sualmuerzo. Sólo paraba para beber del pequeño cuenco azul del agua,
desbordándolo continuamente al chapotear con su lengua, ávido de la bebida, mientras me miraba con los ojos bien abiertos, y me hablaba.
Cuando hubo terminado con el menú del día ya sabía lo que seguiría, el relajante paseo diario que a ambos les servía de comunión a su amistad; sí.

Descolgué la correa del perchero y él ya estaba allí, alegre y expectante delsonido del clic sobre su cuello, depositando sus patas delanteras sobre mis piernas y sonriendo como sólo él sabía hacer, con su lengua casi fuera de su boca y diciéndome cosas con sus ojos, abiertos de par en par.
Instantes más tarde ya paseábamos por la avenida. Era un día espléndido. 
Un sol radiante se elevaba en el cielo de un color nítido y azul. Tan solo unas pequeñas nubes en el horizonte. No había nadie a la vista así que solté su correa para que, como de costumbre, pudiera correr un ratito, ejercitándose enérgicamente pero siempre cerca de mí.
Algo, no sé muy bien el qué, me hizo mirar a lo lejos, una extraña reacción se produjo en mí. Mientras continuábamos el paseo no dejé de mirar hacia ese punto. Era una extraña fuente de atracción pero también de todo lo 
contrario, no lo entendía. Continuábamos acercándonos. Nunca lo hacía, pero Toby se adelantó bastantes metros más de lo que en él era habitual; corrí entonces intentando llegar a él.
Algo extraño estaba sucediendo, presentí.
Cuando estuve a escasos diez metros de él lo volví a llamar por su nombre mas no me oía, no me quería oír. Continuaba allí, sentado sobre sus patas traseras, de espaldas a mí, emitiendo unos ladridos de júbilo como nunca, de alegría suprema. Era inusual su comportamiento. Me situé justo a su lado rodilla en tierra y pasé mi mano por su cabeza, acariciándolo. Su mirada fija en un punto frente a él pero en el que no había nada.
Qué pasa bonito? - ¿Qué estas mirando Toby?- Le pregunté. ¿Qué hay ahí bonito?- ¡Vamos anda!, sigamos paseando. Giró su cabeza hacia mí y emitió un cariñoso ladrido antes de levantarse y continuar el paseo. Un poco más adelante, volvió a mirar hacia aquel punto y a ladrar, otra vez de la misma forma y justo en el mismo instante en que hube de pararme. 
Algo me había entrado en el ojo e instintivamente hube de cerrarlos.
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El ruido de las gotas de lluvia había cesado, señal de que estaba escampando. Entonces me dispuse a incorporarme. Debía aprovechar el momento y regresar a casa antes de que diluviase de nuevo, aunque, seguía sin tener prisa.
Ese día, allí sentado en aquel banco, me pareció sentir a un perro que un día tuve como amigo inseparable, tan solo hube de cerrar los ojos, tan solo.

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